Algunas mujeres malvadas
se han dejado pervertir por el Diablo y descarriar por ilusiones y fantasías inducidas por los demonios, de manera que creer
salir de noche montadas a lomos de animales en compañía de Diana, la diosa pagana, y una horda de mujeres. Creen recorrer
enormes distancias en el silencio de la noche. Dicen obedecer las órdenes de Diana, la cual las llama al parecer ciertas noches
para que le presten servicio.” Así decía el Canon Episcopi, de la Iglesia Católica oficial, redactado hacia el año 900,
es decir, en la primera mitad de la Edad Media. El documento jurídico más importante de la época para el historiador norteamericano
Jeffrey B. Russell, autor de la muy documentada y abarcadora Historia de la brujería (Paidós, 1998). Este estudioso de un
tema que sigue intrigando y fascinando en pleno siglo XXI señala que dicho Canon, que luego sería malinterpretado y utilizado
para alimentar el terror y el odio hacia las brujas, reflejaba la preocupación de las autoridades eclesiásticas por erradicar
las prácticas paganas. “Es el Diablo, y no Dios, quien inculca tales fantasías en las mentes de las personas que
no tienen fe. En efecto, Satanás tiene poder para transformarse en un ángel de luz. De esta forma se apodera y esclaviza la
mente de una mujer miserable y se transforma adoptando la forma de distintas personas. Hace que esta mente ilusa vea cosas
extrañas y gentes desconocidas, y la embarca en viajes extraños. Esto no ocurre más que en la mente, pero las personas que
carecen de fe creen que esto sucede también en el plano corporal.” Como puede apreciarse, el Canon Episcopi, aun dentro
de su afán proselitista, estaba, a comienzos de la Edad Media, más cerca de una interpretación racional (quizás habría que
reemplazar el concepto de demonio por las propiedades de alguna hierba alucinógena) respecto de los “viajes” que
describieron contadas mujeres, entre los millares de acusadas de brujería a lo largo de varios siglos. Este Canon se incluyó
en los principales códigos medievales de derecho canónico y al condenar la falta de fe y la creencia en la brujería, según
Russell, contribuyó poderosamente “a preparar el camino a la ola de brujomanía”(?). Asimismo, coadyuvó a fijar
el concepto histórico de Sabbat: como cabecilla de una horda de demonios, Diana era equiparada con Satanás. Las mujeres que
la seguían rendían, pues, ¿culto al diablo? Cien años después, el jurisconsulto Burchard de Worms equiparó a Diana con la
teutona Holda, mítica diosa madre que quedó así identificada como bruja. Cuando a finales de la Edad Media comienza el
hostigamiento sistemático de las presuntas brujas, ya estaban consolidados en el imaginario popular el escenario, sus procedimientos
y oficiantes: el pacto con el diablo, el vuelo nocturno, la negación de la fe cristiana, el aquelarre, las ceremonias blasfemas
que culminaban en la misa negra (celebrada en honor a Satanás), las prácticas maléficas de las brujas (fracaso de cosechas,
muerte de animales, vampirización y asesinato de niños, etc.). Poco importaba, a esta altura en que ya se asimilaba apostasía
con hechicería, que las primeras herejías del Medioevo hubiesen tratado en realidad dereformar la Iglesia, con intención de
mejorarla. En 1198, el papa Inocencio III ordenó la ejecución de quienes persistieran en la herejía después de haberlos excomulgado.
Y como la brujería se fue equiparando a la herejía, las acusadas de brujas por los motivos más arbitrarios fueron martirizadas
y quemadas en masa en las siguientes centurias. Se trata, por supuesto, de la misma Iglesia Católica oficial que sobre todo
a partir del siglo XX se ha dedicado con gran celo a defender la vida desde el momento mismo de la concepción. Algún historiador
ha sostenido que las brujas fueron un invento de la Inquisición papal (creada en el siglo XIII, y que no sólo se ensañó con
las pretendidas brujas: los judíos y musulmanes de España se cuentan entre sus numerosas víctimas), pero la verdad es que
el arquetipo teñido de misoginia ya existía antes de que Inocencio IV, en 1252, mediante bula autorizara la confiscación de
bienes, el encarcelamiento, la tortura y ejecución de los/as acusados/as de herejía. Todo ello sin necesidad de pruebas.
La
gran masacre La Caza de brujas, hasta ese entonces esporádica, se agudizó a mediados del siglo XV, al finalizar la Edad
Media, pese a lo que indica la creencia popular, que suele atribuir esa persecución a la denominada “edad oscura”.
Producto del Renacimiento y la Reforma, apunta Jeffrey B. Russell, “figuran entre los adalides más decididos de la creencia
en la brujería diabólica numerosos intelectuales de esta época”. Las sanciones jurídicas se vuelven cada vez más severas
porque teólogos y juristas consideran que la brujería es la mayor de las herejías, por aquello de pactar con el Diablo (¡y
encima tener relaciones carnales con él!). La invención de la imprenta sirvió para la multiplicación y difusión de manuales
y breviarios que alimentaron el folclore en torno a la bruja y el rechazo de la gente, al tiempo que justificaban delaciones,
venganzas, expropiaciones. La propia Juana de Arco –en verdad condenada por razones políticas– fue acusada de
brujería y condenada a la hoguera. Si bien se obtenían confesiones de mujeres aterradas por el solo hecho de ser confinadas
en oscuros y húmedos calabozos, rodeadas de alimañas y de excrementos, era rutina aplicar terribles tormentos, algunos de
ellos destinados a comprobar la culpabilidad o la inocencia de la supuesta bruja. He aquí algunos de los que detalla Russell
en la Historia de la brujería: “La inmersión de la bruja consistía en atar a la acusada de manos y pies y arrojarla
dentro del agua. Si se hundía era señal de que el agua, creación de Dios, la aceptaba, y entonces era declarada inocente y
sacada a la orilla. Y si flotaba, era porque el agua la rechazaba y entonces era considerada culpable”. Otro recurso
era pincharlas con una aguja en ciertos puntos que se volvían insensibles si el diablo las había marcado: a veces se trataba
de marcas (cicatrices, lunares) visibles que descubría el inquisidor, para lo cual se desnudaba a las brujas, a menudo pobres
campesinas que al dolor sumaban vergüenza por la vejación. La creatividad para acrecentar la batería de instrumentos de tortura
era incesante, se fabricaron distintos modelos de tornos, cepos, empulgueras, recipientes para baños de cal hirviente, reclinatorios
y sillas con elementos punzantes, potros, zapatos con pinches, tenazas al rojo vivo, además de someter a las desdichadas al
hambre y la falta de sueño. En Vacas, cerdos, guerras y brujas, el antropólogo Marvin Harris cita el testimonio de un crítico
contemporáneo de la caza de brujas, Johann Matthäus Meyfarth, con detalles de crueldad inhumana: “He visto miembros
despedazados, ojos sacados de la cabeza, tendones retorcidos en las articulaciones, omóplatos desencajados, venas perforadas.
He visto a las víctimas levantadas en alto, luego bajadas, luego dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto
cómo el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con empulgueras, cargaba pesos, quemaba con azufre, rociaba
con aceite y chamuscaba con antorchas. En resumen, puedoatestiguar, puedo describir, puedo deplorar cómo se violaba el cuerpo
humano”. Tanta atrocidad para que las acusadas firmaran un documento donde confirmaban “por propia voluntad”
las confesiones así arrancadas, que en la mayoría de los casos no las salvaban de la hoguera (en los raros casos en que estas
mujeres eran declaradas inocentes y liberadas, corrían el riesgo de ser linchadas por gente fanatizada que no estaba de acuerdo
con tanta indulgencia). Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en la cifra, cálculos actuales basados en archivos
de diversos países de Europa –aunque desde luego muchos documentos se han perdido por descuido, incendios, inundaciones,
etc.– elevan el número de mujeres aniquiladas a sesenta mil. Un femicidio alentado por el desprecio y temor hacia la
mujer generado por la Iglesia Católica, que veía en ella “la puerta del Diablo” y que apenas pidió someramente
perdón hace un par de años, unos siglos después de violar en tan grande escala el quinto mandamiento. ¿Cuánto tardará esta
institución política, económica y también religiosa en disculparse por esta indirecta forma de genocidio que representa obligar
a las mujeres pobres y desnutridas del tercer mundo a tener todos los hijos que conciban, aun en casos de violaciones? En
el ensayo Las mujeres renacentistas (Alianza, Madrid) Margaret L. King dice, refiriéndose a este período: “Fue de una
brutalidad excepcional contra las mujeres. El fuego que consumió a las brujas de Europa es tan brillante que ilumina crudamente
la condición de las mujeres en el Renacimiento”. Entre esas decenas de miles de perseguidas, supliciadas, asadas vivas,
King pasa información documentada y detallada de la condición de monjas encerradas en pésimas condiciones, niñas abandonadas
(porque se prefería a los varones), muchachas humildes vejadas, enorme desigualdad de salarios por el mismo trabajo. Era entre
estas mujeres que estaban las comadronas, las mujeres sabias herboristas, sanadoras, que ayudaban a parturientas y a enfermos,
cuyo poder era envidiado por los médicos. Según Victoria San (Diccionario Ideólogo Feminista, Icaria, Barcelona), cada vez
se afianzaba más la teoría de que las miles mujeres torturadas y asesinadas en concepto de brujas no eran únicamente enfermas
mentales o físicas –explicación que prevaleció durante un tiempo– ni sólo víctimas de la ignorancia o codicia
de vecinos o inquisidores, “sino que un número importante de ellas formaba parte de un movimiento social subversivo
que fue barrido a fuego con la excusa de la religión”. ¿El colectivo de varones siempre ha estado atento a cualquier
movimiento de mujeres que pudiera tender a liberarse de la opresión y/o vengarse de ella, para sofocarlo y aplacarlo? Lo
que es seguro es que para los represores cualquier mujer podía ser una bruja: pobres y ricas, jóvenes y viejas, cayeron bajo
sospecha para ser exterminadas en al mayoría de los casos. Chivos expiatorios indefensos cuando ocurría una epidemia, algún
desastre natural, se perdían las cosechas, las mujeres estigmatizadas como brujas sufrieron la exacerbación de una misoginia
de larga tradición. En la religión griega, Hecate –madre de otra bruja, Medea– era diosa infernal de los sortilegios;
en la tradición judeocristiana, Eva es la tentadora que incita a Adán y juntos cometen el pecado original. La caza de las
brujas tal como se practicó sobre todo en el Renacimiento –”aterrorizando a millones, envileciendo durante varios
siglos la mente de eximios pensadores y dejando una enorme mancha negra en el curriculum de la sociedad cristiana”,
según escribe Jeffrey B. Russell– ha encontrado desgraciada réplica en tiempos cercanos en nuestro país, durante la
dictadura militar, esa forma fascista de ejercer el poder ignorando los derechos civiles, humanos, recurriendo al secuestro,
la tortura, el asesinato.
El retorno de las hechiceras Durante el siglo XX, las brujas que, como se sabe, siempre
han tenido su sitial en los cuentos de hadas, empezaron a ser objeto de humor, a través de comedias tan deliciosas como Me
casé con una bruja (1942, con Veronica Lake) o Bell, Book and Candle (1958, con Kim Novak) y también de dibujos animados en
los que pese a la manifiesta perversidad de la Madrastra (Blancanieves) o de Maléfica (La bella durmiente), se traslucía una
mirada chistosa, que se acentuó en Hocus Pocus (1993), con Bette Midler y Sarah Jessica Parker. Desde luego, no faltaron en
el cine, desde época temprana, las producciones serias, como el semidocumental La brujería a través de los siglos (1921),
del danés Benjamín Christensen, las erizantes y terroríficas en el estilo de Domingo negro, con la magnífica Barbara Steele,
o las actualizadas Streghe (l967), con Silvana Mangano. Y entre las incontables muestras sobre brujas, vale rescatar una inglesa
que de vez en cuando pasan por cable, The Witch-Founder General (también conocida como The Conqueror Worm, y estrenada localmente
bajo el título Arde, bruja, arde, 1968) de Michael Reeves, con un descacharrante Vincent Price en el rol de Matthew Hopkins,
un terrible cazador de brujas que existió en la época de Cromwell. Por supuesto, la tele no dejó de cultivar a graciosas brujitas
en series desde los tiempos de Hechizada, y más recientemente, Charmed, Sabrina la bruja adolescente, alguna infiltrada en
Buffy. Aunque perduren ediciones con brujas tan malas y caníbales como la de Hansel y Gretel (¿se acuerdan que quería engordar
a los chicos para después almorzárselos?), los libros para chicos sueles tomarse en solfa el tema de la brujería: tal el caso
de Las brujas, de Roald Dahl (interpretado en el cine por Anjelica Huston), los divertidos Cuentos de brujas, de Graciela
Cabal (gran escritora feminista para chicos y grandes que murió esta semana) o el imperdible Manual de la bruja, de Malcom
Bird, lleno de recetas, filtro, hechizos y otras yerbas. Hace rato que las feministas vienen revalorizando a las brujas,
a las mujeres sabias y también a aquellas que se atrevieron a recobrar cultos paganos a pesar de la amenaza que las acechaba.
Muchas mujeres reivindican, dentro de los recursos considerados brujeriles, la intuición, ciertos poderes psíquicos, la adivinación...
Según Russell, particularmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos se ha dado en los últimos años un asombroso florecimiento
de grupos neopaganos informales, sin un cuerpo de doctrina pero con un atractivo mensaje de libertad y creatividad. Entre
las feministas se evidencia el culto o al menos la recuperación de la diosa, compartiendo en general el rechazo a la religión
patriarcal y a las jerarquías. Y por si alguna lectora quiere incorporarse a este culto que puede incluir a Isis, Astarté,
Ishtar, Kali o cualquier otra diosa que les caiga en gracia, deberían ir sabiendo que hay ocho sabbats por año, ceremonia
religiosa heredada de las antiguas fiestas europeas en que se celebraban los cambios estacionales.
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